La humanidad olvida los principales
roles que cumplieron las mujeres y como mantienen el hilo conductor de cada
civilización: la memoria colectiva. En un contexto de tanta discusión sobre
asuntos de género, este aspecto queda relegado.
Está poco visibilizado en el día a
día el origen de la poesía, del canto, del relato. Las madres, cargando a sus
niños en la espalda- como todavía lo hacen en Bolivia- tratando de dormirlos,
cantan, cuentan, unen frases. Lo run runs son la riqueza original del
lenguaje. En Macha, en Chayanta, mientras los guerreros se golpean con manoplas,
las novias entonan trinos como pájaros, sonidos como arroyos, palabras que recuerdan
a los vientos; decenas de Luzmila Carpio preservando las coplas. Los chiquitos
las contemplaban arropados; aprenden de ellas más que en las aulas. La madre da
de mamar leche, impresiones y visiones.
En el pasado “Día del Libro”, algún
amable internauta envió un mensaje uniendo cuadros de diferentes épocas con
personas de diversas edades aferradas a alguna obra, en una hamaca, en un
lecho, en un escritorio, en un sillón al sol. En más de un retrato, al lado del
fogón, los niños escuchan asombrados los cuentos de fantasmas de una abuelita
con cofia y mandil. Ella reproduce mitos y leyendas que explican el destino de
un pueblo, aunque quizá ni es consciente de ello.
Abuelas, tías, madres, hermanas, las
mujeres en la cocina preservaron por generaciones las recetas de los alimentos
del clan, de la tribu, de la cultura. Ahora que están de moda las medallas
“Michelín” y las entrevistas a los chefs, casi todos reconocen que el inicio de
su gusto estuvo en la casa. “Mi madre”; “mi abuela”, “la nona” son esas hadas
que combinaron sabores y semillas que significan la construcción de una
sociedad.
Los tejidos, los telares, los hilos,
los nudos, los diseños son la herencia más lujosa de cada pueblo, de cada
nación. ¡Qué orgullo sienten los modistos de ser italianos, de ser mayas, de
ser parisinos! ¿Se acordarán de quiénes preparaban las telas originales, los
dibujos, la combinación de colores? En cada costurero se ha contado una
historia, un recuerdo de una familia, de los migrantes, de los asesinos, de los
novios, de los fallecidos.
Y cómo no nombrar a las consejeras
con sus consejos, con sus murmullos de oído a oído para preservar los valores,
los mejores caminos; para alertar de los peligros, para contar novelas
interminables como eternas Scherezades para que los amores no destemplen a los
jóvenes. Entre bordados, zurcidos, sopas y guisos vive una nación.
Las amas de casa son la memoria más
larga de los presupuestos, de las formas más útiles de ahorro y previsión, de
menús, de economía doméstica. Las anotaciones de las compras en el mercado de
Frida Khalo revelan su ser, su familia, su época.
Y las estrellas menos comprendidas,
las hechiceras, las sabias, las ancianas de cada pueblo que saben cómo alejar
los virus, cómo esperar el invierno, cómo sanar los bronquios, cómo mover el
anillo sobre el vientre de la embarazada para conocer el sexo del niño, cómo
preparar jarabes, cómo poner cataplasmas.
La pandemia tuvo al menos un rostro
positivo, reunir otra vez a las familias en la sobremesa, en la hora
vespertina, el sábado temprano, la noche del domingo. Sin la memoria femenina
en ese “frente interno” donde se canta, se hilvana y se cocina las historias
del “frente externo” son sólo fechas, nombres, cargos pasajeros, olvidos.