Hace unos años lamenté la lenta y
sin pausa desaparición de las farmacias barriales donde cada boticario conocía
los males que aquejaban a un cliente y le daba consejos fraternales mientras
entregaba el medicamento. Las cadenas, a pesar de su origen familiar, engullen
a los pequeños establecimientos y alejan imágenes de nuestra infancia.
Lo mismo sucede con las librerías de
barrio; esas islas de tesoros infinitos son sólo fantasmas. Escondidas en un
estante de supermercado o en alguna vitrina vendelotodo han perdido su
encanto y no marcan recuerdos en los compradores.
Ahora, Día de las Madres, quiero
recordar a dos mujeres extraordinarias que marcaron mi niñez devoradora de
letras a través de una librería de barrio.
En primer lugar, mi madre Beatriz de
la Vega Rodríguez, amante de los libros y de las revistas desde su propia
niñez. Algún pariente en Cochabamba tenía su negocio librero, donde a veces
atendía su primo Oscar de la Vega y ella compraba sus antojos. En La Paz,
habitante pionera en “El Montículo”, Beatriz esperaba ansiosa al cartero que traía
los últimos ejemplares de las ediciones argentinas con aventuras en “El Tony” y
otras de historietas o de novedades cinematográficas; folletines con dramas
románticos.
Ella publicó poemas en el anuario
estudiantil del colegio “Inglés Católico” y organizó el grupo cultural de
señoritas de Sopocachi. Gustavo Medinaceli la invitó a participar en “Gesta
Bárbara”, antes de su hermano, el escritor y bardo Julio de la Vega. Aunque
redactó una breve novela, el casamiento y los muchos hijos la alejaron de la
narrativa, aunque jamás de la lectura cotidiana y voraz.
En algún momento entró en relación
con otra madre, Corina Camacho viuda de Molina, quien atendía en la librería
del barrio, en la Avenida Ecuador, entre Pedro Salazar y Belisario Salinas. Un
local pequeño que desde 1958 a 1984 jugó un rol central en los sueños de la
familia Cajías.
La señora Molina conocía los gustos
de los hermanos que esperaban ansiosos la llegada quincenal- creo que los
miércoles- de las revistas de Editorial Novarro: “Vidas Ilustres”, “Grandes
Viajes”, “Mujeres Célebres”, “Joyas de la Mitología”, “Vidas Ejemplares”. Me
gustaba pedir permiso a mi mamá para ir a reservar el ejemplar a primera hora
porque otros chicos del colegio también esperaban ansiosos esos cofres divertidos.
Doña Corina nos atendía
cariñosamente y anotaba en su cuaderno cuántas revistas llevábamos porque mi
padre pagaría la cuenta a fin de mes. Era el goce inmenso del asombro, del descubrimiento,
de aprender de memoria biografías insólitas de escritores, de héroes, de
dioses. Cada uno podía leer muchas veces cada tomo. Es curioso cómo se
recuerdan más esos aprendizajes que combinaban lectura, ocio y placer, que otros
formatos más estandarizados, incluso audiovisuales.
Eran redes sociales acompañadas con
el saludo amable, la sonrisa, la búsqueda, la toma de decisiones, la elección,
la responsabilidad de escoger la mejor oferta del día.
La librería de los Molina ofrecía,
además, otros baúles fantásticos: cuadernos rayados, libretas cuadriculadas, el
tintero, el papel secante, el papel carbónico, la goma para borrar, el tajador
y, sobre todo, lápices, lápices negros, lápices bicolores al entrar a
secundaria y lo más esperado al cumplir doce años: ¡la caja grande de lápices
de colores!
Revistas, cuadernos, lápices, la
trilogía que marcó mi designio.