Hace cuarenta años, al anochecer del
16 de noviembre de 1979, Lidia Gueiler Tejada saludó al pueblo reunido en la
Plaza Murillo para celebrar, en medio de gritos jubilosos, la derrota del golpe
para imponer un gobierno cívico militar por encima de la voluntad popular.
No era la primera vez que la
población desarmada arrinconaba a políticos y uniformados que querían gobernar
con el terror, como Plácido Yañez fusilando a presos en el siglo XIX o la logia
RADEPA escondiendo muertos en Chuspipata en 1944. Siempre hay un límite para
los desenfrenos del poder. El régimen que cruza la raya roja no dura.
Desde las primeras elecciones de
1978, sin políticos perseguidos, Bolivia enfrentó meses de inestabilidad. No
era fácil perder el miedo a la libertad, aprender a tolerar al adversario,
vivir en democracia. Hay rezagados en todas las épocas que no logran respetar
el resultado de las urnas, mantener las reglas del juego iniciales, convivir
con la independencia de poderes.
La Corte Electoral elegida en los
estertores de la dictadura de Hugo Banzer anuló los comicios por el grotesco
fraude electoral. El delfín, otro general, Juan Pereda Asbún no se resignó y
tumbó a su padrino. No subsistió mucho. En una parrillada, los militares
resolvieron cambiarlo por otro y asumió David Padilla sin derramamiento de
sangre porque prometió convocar inmediatamente a nuevas elecciones.
El victorioso frente UDP no
consiguió la mayoría parlamentaria en las urnas en 1979 y se optó por una
solución constitucional pero no popular. El presidente del Senado, Walter
Guevara, fue posesionado como primer mandatario con la misión de convocar otra
vez más elecciones generales. No pudo gobernar más de dos meses.
El Primero de Noviembre Guillermo
Bedregal Gutiérrez y civiles aliados con Alberto Natusch Busch y otros
militares lo derrocaron, echando además por la borda el triunfo diplomático por
el tema marítimo acordado un día antes en la Asamblea de la OEA.
Enterado del ruido de bayonetas, el
pueblo volvió a descolgarse desde las laderas hasta el centro de la sede de
gobierno. Trabajadores, oficinistas, estudiantes ocuparon las calles,
enfrentaron las tanquetas de la muerte, rodearon batallones, bloquearon las
calles.
Muchos
muertos, decenas de heridos, llantos en la morgue fueron escenas diarias hasta
derrotar a los asesinos. Bolivia volvió a la senda democrática, “a la
boliviana” eligiendo a la presidenta de la Cámara de Diputados, en medio de
muchas tensiones.
Ese entonces la vanguardia eran la
Central Obrera Boliviana y la Federación de Mineros, actualmente subsumidas
como administradoras de hoteles y flotas de camionetas. Ni la COB ni los
sindicatos tienen la capacidad de convocar ahora a derrotar al binomio ilegal y
mucho menos igualar la desobediencia civil de noviembre de 1979.
El turno es de los comités cívicos
que en la resistencia de una década han recuperado protagonismo y, algo
inesperado, amplia legitimidad. El cabildo en Santa Cruz de la Sierra marcó el
nuevo giro, no sólo por las multitudes, sino por la pluralidad de oradores, las
consignas para unir a la patria, a oriente y occidente y por el discurso sereno
pero contundente de Luis Fernando Camacho.
Los sucesivos cabildos en el resto
del país respaldaron esa línea. El derecho de los pueblos a desobedecer a los
gobernantes que a su vez desconocieron la Constitución.