Es muy fácil terminar la invasión de Rusia a Ucrania, escribió hace poco un columnista europeo. Basta que Vladimir Putin ordene cesar la “operación especial” y miles de vidas podrían salvarse. El planeta podría retornar a una lenta recuperación económica y anímica. Los gobiernos del mundo entero podrían enfocar sus esfuerzos en reparar la salud pública tan golpeada por el virus que llegó desde China.
Sin embargo, no existen indicios de
que el gobernante ruso se atreva a dar ese paso. Al contrario, sus últimas
declaraciones y decisiones permiten prever que sigue empeñado en una meta
fantasmal, donde él conquistaría territorios europeos como intentó su admirado
Josef Stalin.
Así como el sanguinario georgiano
quiso imitar los crueles métodos de Iván el Terrible para mostrar al mundo que
un líder puede sobrepasar cualquier límite de respeto al ser humano. La
paranoia y la esquizofrenia de Stalin se fueron agravando a medida que mandaba
torturar y matar a millones de sus súbditos. Putin muestra también su insania
mental y su paranoia, un Atila con misiles.
En esta semana, al mismo tiempo que
leía las últimas noticias de muerte y destrucción en las ciudades ucranianas,
veía atenta la película “Sin novedad en el frente”. Ese título me lleva a la
infancia porque era una novela muy citada por mi padre y sabía que había una
extraordinaria versión cinematográfica de 1930.
El filme que ofrece Netflix dura más
de dos horas. Cada imagen parece un bordado precioso con contenido de horror. Cada
escena cuida la fotografía bajo una luz que no es de día ni de noche, sino
indefinida. Igualmente, la banda sonora anuncia como una alarma que la
siguiente escena de agonía y desesperanza será peor de la que acaba de
terminar. Ni en los escasos momentos de tregua cabe la ilusión.
El protagonista, un joven recluta
alemán, sueña con las medallas en el pecho, los himnos y desfiles que esperan a
los héroes. Pronto se da cuenta que la realidad es muy diferente a los
discursos de los políticos. En el frente sólo existe muerte y más muerte y la
máxima victoria es conseguir dos huevos batidos, aunque ese trofeo signifique
más tarde el asesinato de su amigo en manos de un niño de siete años.
El argumento es conocido y no guarda
sorpresas. Desde el principio, el espectador sabe que nada saldrá bien. La
historia de las trincheras en la Primera Guerra Mundial, sobre todo en el
frente germano francés, es uno de los ejemplos más terribles del absurdo de
toda guerra. Millones de jóvenes murieron durante tres años intentando avanzar
unos metros. Ahí se ensayaron los primeros gases venenosos, las bombas, los
lanzallamas.
Los mandos germanos conocían su
derrota, pero aun así siguieron enviando reclutas. Los generales, desde sus
pulcros manteles y su vino espumoso, jugaban sobre tableros imaginarios sin
reconocer la cantidad de bajas. Igual que, un siglo después, Putin se sienta en
su larga mesa, temeroso de todo y de todos, derrotado, y al mismo tiempo
enviando más y más rusos a la tumba.
Lo más angustioso de la película
dirigida por Edward Berger es que no es ficción. Siempre hay dirigentes que se
escudan en propaganda chauvinista y falsa para sembrar la maldad. El orgullo
del Alto Mando del Kaiser ordenó el innecesario ataque final, aunque en pocos
minutos, a las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918, entraba el
armisticio después de cuatro años de devastación.
En 2023 hay más muertes de civiles
que de militares en las poblaciones ucranianas. Las tropas rusas no tienen ni
la valentía de enfrentar cara cara a quien declaran enemigo. Mientras, los
mercenarios del Grupo Wagner, reclutados en las cárceles con permiso de Putin,
siguen descuartizando a pobladores y atacando hospitales de niños y escuelas. La
resistencia bajo el liderazgo de Volodomir Zelensky no los deja pasar, pero a
un costo demasiado alto.
En Moscú nadie puede criticar al
asesino de un juez, a quien torturó con una sierra eléctrica, porque la orden
del Kremlin es tratar como héroes a los convictos que retornan del frente de
batalla. Hasta la dignidad histórica de los soldados que lucharon en Leningrado
es burlada y pisoteada por los invasores.
En la Plaza Murillo, silencio en el Palacio
y en el Parlamento. Luis Arce abraza a los enviados de Putin. El embajador ruso
se pasea por Bolivia. El torpe canciller sigue con su discurso: Bolivia no
condena la invasión porque fue víctima del imperialismo yanqui en los años de
la Guerra Fría. Otra ocasión más para convertir al (No) gobierno en un autómata
sin pensamiento propio, extraviado en su desconocimiento de la Historia.